jueves, 16 de julio de 2009

CON LA MIRADA EN TUS OJOS


Cada cinco de marzo, desde aquel cuatro de abril de 1.960 en el que él se marchó para siempre, al levantar de la cama la buscaba, le miraba a los ojos y ella me decía con voz imperativa:
- Sí.
Ella comprendía el significado de la mirada y yo de su respuesta. Nunca aclaramos el motivo de este gesto. Una complicidad nacida espontánea entre los dos que no compartimos con nadie. Duró hasta cuando ella también se fue, un 12 de mayo de 1995. Así es el amor. No necesita a veces de palabras, los detalles bastan.
Una vez aseado me dirigía a la cocina, dónde era costumbre desayunar a diario. Tenía dos certezas, ella me esperaba para tomar el café y en lugar de galletas tomaríamos huesillos. Él seguía cumpliendo años para nosotros y correspondíamos a las normas aún cuando ya no estuviera. Los dos sin atrevernos, por esta vez, mirarnos a los ojos durante el desayuno. Siempre ella y yo nos mirábamos a los ojos cuando hablábamos. Pero ese instante estaba reservado para mirar en nuestro mundo interior la herencia de sus enseñanzas, trasmitidas en silencio muchas de ellas. A nuestros corazones y a nuestra razón también.
- A la gente se le mira a los ojos cuando se le habla. Y se les pesca por la cabeza, como a los peces. A la verdad no se le falta ni por estrategia. Esta postura marca una diferencia importante en el estilo de vida.
Me dijo él desde niño. Como me alertó de aspectos en el comportamiento. Sin apenas advertirlo sus consejos, son parte de mi piel.
Al formar yo una familia, ella quedó sola en la casa familiar. No podía buscar sus ojos, al despertar, para mirarla y escuchar su monosílabo imperativo lleno de simbolismo. Opté al levantarme descolgar el teléfono y llamarla. Cada cinco de marzo y cuatro de abril ella respondía:
- Sí.
Y colgaba. Asentía siempre a mi silencio con el mismo enérgico timbre de voz. Nadie hace sonar el teléfono a las siete de la mañana en casa de nadie. Cualquier palabra hubiera quitado al momento la belleza a la razón y al sentimiento de nuestra particular historia de amor a su memoria. A la memoria de pequeños detalles de enseñanza para con nosotros como solo los abuelos saben transmitir.
Al terminar la jornada de trabajo de cada cinco de marzo, me dirigía a su casa para merendar. Ella esperaba en el comedor. Tomábamos los dos el café con los huesillos que había preparado. Como lo hacíamos cuando él estaba con nosotros. Cerca del trabajo una cafetería los servía y esa mañana los había tomado. Los cinco de marzo se hacían huesillos en casa. De nuevo en silencio. Tal vez porque los dos convinimos, sin decirlo, que todas las palabras quedaron dichas cuando él marchó. Eran tiempos de coherencia. Al recoger la mesa contamos los años.
- Doce años.
- Sí, doce años ya.
Así terminaba nuestro particular homenaje. A continuación, como podíamos hacerlo cualquier otro día, comentarios sobre la familia.
- Solo muere aquello que se olvida.
Me dijo una vez, asido yo a la manga de su pelliza, en uno de nuestros diálogos por el Paseo de El Prado las mañanas de los domingos, después de escuchar la Santa Misa en San José. Quizás propiciaba estos encuentros para decirme esas intimidades que los abuelos, desde el respeto al derecho de los padres para con la educación a los hijos, transmiten a los que son sangre de su sangre.
Cada cuatro de abril era algo diferente al cinco de marzo. Debía serlo, en esa fecha él se marchó de entre nosotros y no festejamos con él los desayunos y las meriendas con huesillos. Ese día solo la llamada era el recuerdo de aquel cuatro de abril de 1960. Una llamada siempre a la misma hora, las 5,30 de la tarde, cuando se le llevaron de casa.
- Sí. Treinta y cuatro años. - Correspondió decir en 1.994. -
- Sí, treinta y cuatro años ya.
Y colgó. Nada nuevo. Ella sabía que a esa hora, el cuatro de abril solo podía llamar yo. Habría sido una desconsideración, si alguien se hubiera atrevido a violar nuestro instante de amor a su memoria. O que cualquiera de los dos hubiera añadido algo en voz alta a los sentimientos y a la razón.
Y al año siguiente, el último:
- Treinta y cinco
- Sí, treinta y cinco años ya.
Me respondió esta vez con voz apagada pero igualmente enérgica.
Y fue el último pues ella se marchó como lo hizo él. Por este motivo su voz imperativa ese día tenia sonido de despedida. Fue en 1.995.
Como era mayo cuando ella dejó la casa familiar y a mí en soledad, hasta el año siguiente no pude advertir que nadie respondería a la llamada el cinco de marzo. Como lo hice. Ni el cuatro de abril. También sonó el timbre en la casa ya cerrada y vacía. Desde entonces, agoto el sonido de la llamada que la Compañía de Teléfono concede a los usuarios, mientras recuerdo las palabras de ella, mi madre, la abuela de mis hijos, cuando un día siendo niño dijo:
- Hijo, los abuelos son muy importantes en la vida de los niños.
Así fue ella como abuela para mis hijos, en ocasiones con el silencio. Como lo hizo mi abuelo conmigo.
Cuando la esperanza de escuchar su voz imperativa termina y el eco del sonido se apaga, miro en ese instante sus ojos en una foto suya y en nombre de mis hijos, sus nietos, por su memoria digo en voz alta:
- Un año.
La tomé del aparador de la casa vacía. Y cuelgo el teléfono. Nadie va a responder. Y al siguiente:
- Dos años. – Siempre en este instante le miro a los ojos en la foto.
Deseo destacar la importancia de los abuelos en las familias de sociedades sanas, con valores que la hacen ser más. Aún cuando el ambiente conduce a tener más.
- No permitas que te domine el ambiente. Firme en tus convicciones siempre. Me advirtió una mañana de domingo.
Detalles vienen a la memoria cuando ellos marchan. Por esto tal vez no olvidamos festejar su cumpleaños a la vida el cinco de marzo. Y su nacimiento al infinito, un cuatro de abril.
Los detalles no mueren. ¿Acaso no me advirtió el abuelo que nunca muere lo que no se olvida? El buen gusto es fruto del progreso.
Hoy no he llamado. El instinto me conduce para hacer algo distinto. Abro la puerta, percibo el olor de la niñez y digo en voz alta, aún a sabiendas que nadie responderá:
- Catorce años.
Un detalle de hijo, de nieto y de abuelo a la vez.
- Debes ser detallista, fijarte en los detalles de los demás y tenerlos para con los demás.
Esto lo tengo pendiente para decirles a mis nietos. Como tanto debo advertirles de la vida, de lo que él me enseñó y vi hacer a mi madre con mis hijos.
Hoy, doce de mayo, el catorce aniversario de su marcha, al entrar en el comedor de la casa vacía, he regresado a los recuerdos de mi luz primera. Con el olor particular que todos los hogares tienen, he creído escuchar el eco de la pandereta y la zambomba. Puede que el sonido de estos dos instrumentos anuncien, nacimiento eterno y yo presiento... Rememoro vivencias con mi prima Mari Sol. Dejo la foto en el aparador y le digo mientras miro los ojos en ella de la abuela de mis hijos, bajo el óleo vigilante del abuelo colgado en la pared, con su sonrisa:
- ¿Recuerdas estas cosas de mi infancia con él?
Él conocía cada 24 de diciembre lo que hacíamos encerrados en mi habitación mi prima y yo, cuando preparábamos la ronda.
- Abuelo, ves a tomar café a Casa Pacheco, tenemos que hacer una cosa.
Entonábamos los villancicos en torno al Belén el día 24 de diciembre al atardecer al abuelo. Siempre los mismos. Él nos daba el aguinaldo.
Mi prima acudía a casa del abuelo a diario.
Y el cuatro de marzo por la tarde, a escondidas, cada año preparabas la masa de los huesillos. Los dos te ayudábamos torpemente. Si escuchábamos abrir la puerta y sus pasos por la casa, escondíamos los preparativos para darle la sorpresa al día siguiente. Luego, cuando pasaron los años y vinieron a la memoria esos y otros momentos, pude comprender como el abuelo jugaba con nosotros. Tú, la abuela de mis hijos, reías nuestra ingenuidad para tus adentros. Como río yo la de mis nietos. Y como niños que éramos, Mari Sol y yo le decíamos:
- Abuelo, vete a dar un paseo y luego vienes.
Y la misma sonrisa tan suya de siempre. Esa que se dibujaba en sus labios cuando el domingo, antes del almuerzo en familia, dábamos vueltas a su alrededor hasta que con estudiada parsimonia sacaba la cartera de su americana y nos daba un duro de papel a cada uno.
Pero antes, con la cartera abierta:
- ¿Os di ya la paga?
- No, abuelo.
- Pues no sé si hoy tendré...
Y años más tarde pudimos comprender que ya desde el día anterior se había procurado tenerlos preparados.
Otro capítulo era la mañana del seis de enero. Su regalo era especial, distinto a todos. Nos hacía dejar nuestros zapatos la noche antes en el balcón de su habitación. Mi prima llegaba pronto con mis tíos.
- Vamos al balcón de tu cuarto abuelo, a ver que han dejado los Reyes.
- No, primero a desayunar como Dios manda.
Dilataba el momento para mantener viva la emoción, para enseñarnos el orden. Aguardar estoicos la espera. No borraba su sonrisa de siempre. Y cuando habíamos tomado el café, con churros ese día, él abría el balcón, con la misma calma con la que sacaba el billetero cada domingo. Miraba, y lo cerraba para ofrecernos una cara de asombro y admiración por cuanto acababa de descubrir. Ante nuestros gritos nerviosos, le abría de nuevo para darnos paso:
- ¿Habéis sido buenos?
Los regalos por nuestros cumpleaños...
Cogido a la manga de su pelliza negra que llevaba por los hombros, su boina calada y su andar aplomado, caminábamos por la Avenida de la Reina Victoria hacia el Metropolitano las tardes del domingo para ver a nuestro “Atleti”. Era una manera de hacerme recio en sufrimientos y amores de la vida. Yo lo hago al Calderón. O tomábamos el autobús 27 hasta Cibeles y subíamos al Retiro. Al llegar al estanque miraba la motora y luego, con esa sonrisa nos miraba a Mari Sol y a mí.
- Abuelo ¿montamos?
- ¿Guardareis el secreto?
- No diremos nada.
Nunca nos preguntamos Mari Sol y yo a quien debíamos ocultar el haber montado en la motora, pero nos hacía sentirnos importantes. Compartíamos un secreto con el abuelo.
El cuatro de marzo de 1960 aplaste un trozo de masa. Sobre ella, con lágrimas en los ojos dibuje un siete y un tres. Tú madre mirabas y callabas. Él no abrió esta vez la puerta, no sentí sus pasos. Por este detalle no salí para decirle:
- Vete a dar un paseo y luego vienes.
El corazón me decía que el suyo estaba herido de muerte y esa sería la última vez que haríamos huesillos para compartir con él. Tú madre comprendiste que yo lo había adivinado. El cuatro de marzo de 1960, mi abuelo estaba en la cama aquejado de una enfermedad que se lo llevó y mi corazón latió con el suyo el trance.
El cinco de marzo de ese año él se levantó por última vez, al atardecer. Todos estábamos de pie en torno a la mesa. Entró aquí, en el salón dónde me encuentro, con andar cansino. Levantó la mirada. En su boca su sonrisa. El maldito cáncer no pudo con ella. Le miré a los ojos, como se mira a la gente. Me miró a los ojos, como siempre miró él.
- ¡¡¡Toma abuelo lo hicimos Mari Sol y yo!!!
Tras darme un beso me indicó con un gesto que lo dejara sobre la mesa.
Y Mari Sol le dijo:
- ¡¡¡Felicidades abuelo!!!
Y cruzándose las miradas le dio un beso.
- ¡¡¡ Felicidades padre!!!
Le dijiste, madre.
Y tu padre te dio un beso sin apartar los ojos de ti.
Y dijo mi tío.
- ¡¡¡Felicidades padre!!!
Y su padre le dio un beso con los ojos clavados en los de su hijo.
Y le dijo mi tía, la madre de Mari Sol.
- ¡¡¡Felicidades Álvaro!!!
Y el abuelo le dio un beso con una mirada de padre.
Nos ofreció sus manos. Mari Sol le cogió la izquierda y yo la derecha. Le acompañamos hasta la mesa. Solo se la soltamos cuando tomó asiento. Entonces le besamos las manos y nos sentamos a su lado. Nunca he olvidado su olor, el calor de sus manos, su mirada a los ojos... y la sonrisa que mantuvo durante toda la merienda. En sus dos manos, marcadas por las huellas de su trabajo, el huesillo que con tanto cariño le habíamos preparado.
- Me habéis dado una sorpresa.
Y se quedó con su edad dulce entre sus dos manos. Ninguno le insistió para que tomara nada. Apenas comía.
Al año siguiente, al levantarme de la cama, sin pasar por el aseo te busqué, te miré a los ojos y me dijiste:
- Sí.
Así comenzó este detalle de amor y comprendimos el motivo sin decirnos nada.


Epílogo

Hoy madre, doce de mayo de 2009 aniversario de tu nacimiento al infinito, yo recuerdo estas vivencias de nuestra particular historia de amor en familia. No me preguntes el motivo de romper el silencio, tú sin duda lo conoces. Mi voz se apaga desde esta memoria al abuelo, te miro a los ojos como abuela y miro mi interior de abuelo.
- Madre, nada muere si no se olvida. Hoy comprendo que fueron más sus entregas a nosotros en silencio que los detalles que tuvieron forma. Eludió el lucimiento personal y el cumplimiento, como hiciste tú. Todo fue verdad, autenticidad. Sin importarle no ser entendido en ocasiones.
Yo comencé, como sin duda conoces, otra cuenta en nombre de tus nietos. Sin decirles nada. Me pregunto si dejaré grabada, no en el corazón, en el alma por inmortal de mis nietos, una memoria tan “jonda” como él nos dejó.

Repongo la foto de mi madre dónde siempre estuvo. En la casa ahora todo está como ellos lo dejaron.
Salgo del comedor de la casa vacía este doce de mayo, siento como si los ojos de la abuela de mis hijos los tuviera clavados sobre mí, para advertirme de mis cuentas pendientes de saldar con ellos, mis nietos, los que ya son fruto generoso nacidos a esta vida y los que vendrán como fruto generoso por su derecho de nacer. A estos tal vez no les conozca.
- ¿Comenzará alguien una nueva cuenta?
Una voz interior me grita:
- ¿Acaso tú no amaste sin decir nada?
Solo Dios es eterno, el infinito tiene comienzo.
- ¿Quedó realmente la casa vacía o llena de recuerdos que fueron y son vida para quienes recogen la antorcha?

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